Recorrimos 950 kilómetros. Llegamos a la punta de Colombia con brisa, un mar enojado, paisajes entre desierto, maleza y rancherías. Una travesía de cinco mujeres.
***

Comenzamos nuestro viaje un lunes a las diez de la mañana. Llegamos al aeropuerto El Dorado en Bogotá y a la una y media de la tarde ya disfrutábamos de nuestros puestos en un avión rumbo a Riohacha.
Habíamos leído algo, escuchado algunas personas que viajaron a la hermosa Guajira. Pero una cosa es lo que uno entiende de los viajes de los otros y otra muy distinta lo que uno vive. Intentaré dejar en estas líneas algunas observaciones para que puedan tener una nueva voz de esta aventura.
Llegamos al aeropuerto Almirante Padilla. Un taxista muy serio nos cobró $20.000 hasta el centro de Riohacha, a unos quince minutos del aeropuerto.
Llegamos al lugar donde nos acomodaríamos esa noche. Una mujer amable nos dio las indicaciones del sitio y nos conectó con el vendedor del tour, Jose, un joven de piel morena y sonrisa tímida, que nos explicó el recorrido que haríamos desde una imagen en el computador.

Jose cobró $790.000 por un tour completo de tres días dos noches en Semana Santa. Desde Bogotá ese mismo viaje nos costaba $920.000. Nury, mi hermana, logró que nos dejara el recorrido por $700.000, nos pareció un buen precio.
Al siguiente día desayunamos a las ocho, huevos, café, arepa, jugo de tomate de árbol y una porción de papaya. Con buen ánimo esperamos al señor que nos llevaría a la Alta Guajira. Compartiríamos recorrido con una francesa.
Se presentó como Pelusa. Era un hombre canoso, fuerte y con pocas ganas de hablar. Su camioneta estaba sucia, acabada por la arena y la sal. Por fuera se veía bien, pero por dentro comenzaba a notarse el descuido y el maltrato de su dueño.
La primera parada fue en Uribia, allí compramos agua y galletas para los “peajes” que nos encontraríamos en el camino. No explican bien esto los del tour, nos dicen que llevemos lo que queramos, pero si fuera de nuevo, le dedicaría un presupuesto a este punto.
Compramos un paquete de galletas (24 paquetes pequeños de galleta) a $12.000 y una bolsa grande de agua (12 bolsas de agua) también a $12.000. Con ingenuidad pensamos que eso era suficiente.
Son más de ciento cuarenta “peajes”, niños, jóvenes y adultos se paran en un punto específico (este lugar no lo pueden esquivar los conductores, porque el terreno no da para desviar) ponen una cadena de bicicleta amarrada con tela y trancan el paso para recibir agua, galletas o café y arroz.
El conductor, en algunos “peajes”, no frena y los niños tienen que soltar el lazo, por la ventana le arroja uno o dos paquetes de galletas. En otros “peajes” no paran pero manejan más suave para entregar en sus manitas las galletas.
A los adultos, el conductor les da dinero o café o arroz. Algunos Wayúus no piden, pero otros ponen problema porque no quieren solo agua, quieren arroz o café. “Siempre dejan pasar, pero es incómodo cuando uno no lleva lo que ellos quieren” dice Pelusa un poco molesto.
Es triste ver esto en el recorrido. Los conductores están acostumbrados, algunos saludan, hacen bromas, y a otros los ignoran. Piden lo básico. Arman su chinchorro bajo una carpa improvisada de paja y palos, tienen sus mochilas y las llenan con lo poco que les pueden dejar los turistas.
Nosotros estamos pisando su territorio, un lugar natural que no tiene por qué ser cruzado por estos carros grandes, con personas ansiosas de ver los paisajes. Pero es un acuerdo que tienen y es lo que está funcionando actualmente.
Los paisajes de la Guajira
El recorrido comienza con una carretera amplia, algunos huecos y desgaste. El paisaje era desolador, pequeños árboles acompañados de plástico, en casi todo el recorrido. Botellas de gaseosa, papeles viejos como si estuvieran surgiendo de la tierra.
Luego comienza la trocha. Saltamos casi por dos horas, descanso, luego saltos por una hora, descanso y luego, unas horas más. El paisaje era variado: arena amarilla interminable, pequeñas lagunas de agua aposada con troncos de lo que alguna vez fueron árboles. Trocha, mucha trocha.
Después, de visitar las sales de Manaure, los molinos, y una ranchería donde nos pedían por una botella de agua $8.000, comenzó la travesía por lugares que no parecía que habitara nadie, ni que se pudiera pasar con la camioneta vieja de Pelusa.
Pelusa quiso desviar un “peaje” y se metió por un terreno no explorado. La camioneta quedó enterrada. Pararon varios conductores, hasta que uno de ellos, logró sacar la llanta atorada en la arena. Duramos una hora bajo el sol ardiente, esperando que pudiéramos continuar con el viaje.
Estuvimos en las Dunas, la playa más hermosa y el mar más bravo. Las fotografías que se logran en este lugar son inexplicables. Subí el Pilón de Azúcar y fue uno de los retos más grandes. Peleé con el viento, con las piedras pequeñas que hacían resbalar mis tenis. Logré llegar a la cima, feliz y asustada, porque aun me quedaba el regreso.
Este viaje me enseñó a enfrentar mis miedos. A disfrutar de los paisajes. A reponerme rápido de las cosas que no dependen de mi. A controlar mis pensamientos.
Vi tres atardeceres. Escuché historias. Conocí una francesa que ama los paisajes de Colombia. Nadé, leí, dormí en chinchorro, amanecí frente al mar. Disfruté de las risas y el apoyo de cuatro mujeres que amo: Mi mamá, mi hermana y mis dos bellas sobrinas.
Regresamos a la ciudad, agradecidas por lo que tenemos y más conscientes de la importancia de la comodidad y del agua.
¡Viajar, definitivamente es vivir!
***
En mis redes sociales podrán ver videos y fotografías del viaje.