Caminamos, con la esperanza de que la lluvia no nos acompañara durante el trayecto. El lugar que visitaríamos queda cerca al cielo, así que el frío es la cobija que cubre el barrio. Íbamos abrigados para la ocasión, saco, abrigo, agua, celular y la tarjeta de Transmilenio, era lo único que llevábamos con nosotros. Caminamos hasta la estación de Transmilenio, donde encontraríamos el H21 que nos llevaría directo al Portal Tunal. Esperamos seis minutos y disfrutamos de un bus desocupado a las 10:00 a.m. Subían y bajaban personas en cada estación, ningún vendedor ambulante. No habíamos hecho nunca ese recorrido, así que me sorprendí cuando escuché que una estación se llamaba Biblioteca, la vi inmensa y rodeada de un parque verde, me prometí que tenía que visitarla algún día. Cuando llegamos al Portal, seguimos las indicaciones de la señalización, debíamos bajar por un túnel, adornado con infografías que explicaban el proceso del transporte público en Bogotá. Era amplio y bien organizado, no nos encontramos con tanto público.
Por fin vimos el TransMiCable. Había personas con chaleco que estaban dispuestas a las preguntas y organización de la gente que los visitaba. Estaba limpio, parecía nuevo el lugar. Pasamos sin problema y nos hicimos detrás de una señora que estaba haciendo una pequeña fila para subir mientras el “aparato” estaba en movimiento, nada extremo, no se asusten, pero les confieso que sí me generó un poco de ansiedad. Afortunadamente subimos sin problema. Recordé cuando nos subimos a la rueda de la fortuna en el parque de diversiones, genera emoción y expectativa, aunque sabes, cuál será su función. Compartimos el vehículo aéreo con dos mujeres, una parecía ser la madre y otra la hija. Estuvieron en silencio la mayor parte del camino. Yo tomaba fotografías al inicio, pero el trayecto es extenso. Hay dos paradas antes de la que nos correspondía. Cuando bajó la emoción me concentré en el paisaje, en todo lo que podía detallar, gracias al ritmo lento de la burbuja en la que me encontraba. Miré los cables, confirmé que no se vieran degastados y que en algún momento se desprendieran y saliéramos a volar sobre la inmensa Ciudad Bolívar.
Al principio se veían casas de dos y tres pisos, bien pintadas y sólidamente construidas, aunque estaban sobre la montaña. Las calles se veían accesibles, para carros, pero, sobre todo, para peatones. Empinadas, elevadas, como si fuera difícil llegar a la cima. A medida que subíamos más, el panorama cambiaba, vimos más árboles y escenarios verdes, incluso, vi un pequeño riachuelo, muy natural, sin cercas, ni nada que evidenciara la intervención de una máquina constructora. Las casas ya no eran de dos pisos, ni de sólido cemento o ladrillo, la mayoría eran de materiales frágiles, yo solo imaginaba cómo hacían cuando llovía. Las casas frágiles, ya no eran de colores, como se veía en el paisaje anterior, algunas estaban cerradas y parecía que no había vida, en otras se veía actividad, por ejemplo, un joven en pantaloneta y camiseta blanca, metiendo ropa en una lavadora pequeña, vi ropa pulcramente extendida, secándose en unas piedras grandes frente a una de las casas.
Vi a dos niños elevar una cometa blanca, con retazos de tela haciendo las veces de cola, vi una profesora en un patio pintado de blanco, entregándole unas cuerdas a varios niños y niñas que hacían un círculo obedientes y esperando instrucciones, vi una mujer caminando con una bolsa blanca y su hija comiendo una fruta, vi unos niños jugando cerca al riachuelo, otros jugaban con la tierra que estaba frente a lo que yo supuse era su casa. Realicé el recorrido con mi hijo menor, Thomas, como un ejercicio académico (la ciudad también es una aula de aprendizaje) y después de un largo silencio, me dijo: “Ojalá sean felices mami”. No le pregunté nada, supuse que los dos estábamos conectados, él también estaba viendo lo mismo que yo, teníamos el mismo “paraíso” al frente.
La Biblioteca Pública El mirador, queda en el barrio El Paraíso en Ciudad Bolívar. Al salir de la Estación, a la derecha, se encuentra el Museo de la Ciudad Autoconstruida. En la entrada nos tomaron los datos y nos explicaron el recorrido, pueden empezar por donde más gusten, no hay un guía y no es necesario, ya que el lugar es pequeño.
Lo primero que uno encuentra son televisores con audífonos, allí, algunos habitantes del barrio nos cuentan su historia. Nosotros decidimos subir a la terraza para ver la panorámica del barrio, vimos algunos cultivos pequeños, flores y como nos hizo un lindo día, tomamos varias fotografías (puedes verlas en mi Instagram). Luego bajamos y vimos un homenaje que le hicieron a las negritudes de Colombia, allí la música, instrumentos musicales, sus joyas, bebidas, y sombreros eran los protagonistas.
Luego nos encontramos con un mapa gigante de Bogotá dividido en localidades, hecho en madera y vidrio, muy bonito. Después bajamos las escaleras y por fin llegamos a la biblioteca. Era muy pequeña, estaba desordenada, al parecer acababan de tener un evento, porque había niños y adultos comiendo en el centro de la biblioteca, sillas arrumadas y muebles con libros ubicados para dar espacio a la movilidad de las personas. Vimos algunos libros de periodismo, novelas y en la zona de niños, vimos un libro sobre mitología griega, que causó curiosidad en Thomas y se quedó leyendo cómodo en una silla amarilla. Estuvimos unas horas allí y luego decidimos regresar, por el mismo camino.
De regreso conté siete vendedores en el Transmilenio. Nos fuimos sentados todo el camino. Thomás durmió plácidamente y yo veía, sin mucho interés, las personas que entraban y salían según el recorrido. Llegamos a casa a la una de la tarde, cansados y con hambre. La experiencia fue buena, saber que los niños del barrio cuentan con una biblioteca bonita, cómoda y buenos libros, me pareció que evidencia el trabajo que esta haciendo el Estado en ese lugar, sin embargo, las condiciones en que viven, sin duda, podrían mejorar, para que realmente se sientan en el paraíso.