El 18 de abril comenzó como todos los días. Un café caliente para despertar, un desayuno balanceado y un beso de despedida a mi familia. Escribí un poco, leí otro tanto y acompañé al médico a mi mami. Cuando llegué a la casa, tenía un mensaje de mi hijo Sebastián, invitándome al Estadio Nemesio Camacho el Campin. Jugaba Santa Fe. Llegó del trabajo, se puso un buso y unos tenis rojos, la gorra y bufanda con el escudo de su equipo del alma. Salimos sin afán a la estación calle 77. Cuando llegamos al estadio, nos comimos un perro caliente y una hamburguesa, todo costó $16.000. Se veía el color rojo y blanco predominando en las calles, no se sentía frío, se veían caras de familias y amigos esperanzadas en el triunfo de Santa Fe en este partido. Llevaba un empate acuestas y se esperaba el punto de locales. Entramos sin hacer fila. Nos requisaron con mucho detalle. Yo no llevaba bolso, solo la tarjeta de Transmilenio, mi celular, el cable y una batería por si me queda sin carga y Sebastián llevaba casi lo mismo. Sin embargo, cuando pasamos el primer filtro, nos encontramos con otra requisa en la siguiente entrada, muy meticulosa, luego buscamos la ubicación que nos correspondía y finalmente, podíamos escoger cualquier lugar para ver. Algunas sillas estaban llenas de agua y habían charcos un poco fastidiosos. Desde que llegamos cantaban las barras y nunca se callaron, todo el tiempo estuvieron animando al equipo y yo también me sentía animada gracias a ellos. Todos de pie esperando que salieran los equipos. Llegó el primer insulto al equipo visitante. Luego los himnos y finalmente el pitazo del inicio del encuentro.

Santa Fe jugó como pudo. Iban analizando el juego de los argentinos, se dejaban quitar la pelota fácilmente, los pases no eran asertivos, y mientras tanto, la tribuna sufriendo, queriendo un gol cuanto antes. El primer tiempo se cerró con un gol de cabeza del argentino. “Un gol idiota” decía el joven que estaba detrás de mí. Una mujer sola, con un gorro rojo y el escudo de Santa Fe, tomaba fotos y cantaba todas las “porras” que a buen ritmo dirigían los de la Guardia Sur. Se emocionaba y se volteaba para hacerle preguntas a Sebastián: “¿qué pasó, qué hizo ese man?” y luego arreglaba su gorro y decía para sí: “mucho imbécil”. Luego llegó un señor entre los cuarenta años, talvez menos, con una niña de más o menos ocho años, se veían felices viendo el partido y bailaban con el ritmo de los cánticos de la tribuna sur. Una joven, con largas pestañas, cabello lisado, maquillaje perfecto y con el abrigo de Santa Fe, tomaba fotos, selfis, hacía videos y cantaban sin parar, en el receso le contó a dos amigos que ya no seguía con su relación de hace un año y que lo único que la sacaba de la tristeza era ir a ver ganar a Santa Fe, que ella creía que hoy si lo vería golear.

El segundo tiempo tenía toda la fe de los asistentes al estadio. Rogaban por un empate y por qué no, con el triunfo, pero cada vez se veía lejos. Finalmente llegó el gol del empate, inesperado, yo no lo vi, me distraje con las reacciones que veía en los asistentes que estaban a mi lado y detrás. Cuando el arquero iba a sacar, todos ponían las manos al frente, como enviando un conjuro, hacían un ruido poco sonoro, algo así como un uhuhuhuhuhu y luego, el madrazo: ¡hijueputa!, algunos lo completaban con un ¡malparido!. Pasaron dos personajes con traje, supuse que eran del cuerpo técnico porque todos sin ponerse de acuerdo los insultaban a su paso. En pocos minutos se llenó el borde de la cancha con más policías y con personas de seguridad. Hubo un momento que el partido se puso tan emocionante que incluso los de seguridad, que solo pueden mirarnos a nosotros los que estamos en las gradas, se volteaban a mirar el juego.

Faltaba poco para terminar y un altavoz nos habló, diciendo que era el primer llamado para avisar que las salidas estaban disponibles y que el servicio de Transmilenio estaría hasta las 11:30 p.m. (Usualmente es hasta las 11:00 p.m.) En el segundo llamado, le dije a Sebastián que nos fuéramos ya, el juez había dado seis minutos adicionales para el juego, pensé que ya nada podíamos hacer, el partido quedaría 1 -1. Pero Sebastián me miró asombrado, “mami de aquí no me voy hasta que no pite el final el juez”, así que tuve que soportar el estrés de los últimos minutos, la tribuna ansiosa, gritaba, pedía otro gol y los jugadores por su parte, no se rendían, estaban solo en la cancha del contrincante soñando con el triunfo. En el último minuto el jugador Hugo Rodallega le dio el triunfo a Santa Fe. Nadie lo podía creer, la emoción fue tan grande que muchos se abrazaban y saltaban de la alegría. Hubo música, saltos, risas, lágrimas, una felicidad que difícilmente se puede ver y expresar en público.

La pasión por el equipo y por este deporte es impresionante, solo quien va y lo observa en el estadio, puede confirmarlo.

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