Subí al bus desde la Av. Boyacá con 80 a las 12:12 del medio día. Google Maps decía que en seis horas estaría en mi destino: Socha Boyacá. Yo creí, ingenuamente, que se podría equivocar y seguro disfrutaría de la luz que me regalara la tarde para tomar buenas fotos y hablar con la gente sin afán. El pasaje me costo $35.000 hasta Duitama. En el terminal debía preguntar por el transporte que me llevaría a Socha.

Llevé un libro, agua, cien mil pesos y muchas ganas de hacer este recorrido, a pesar de los comentarios que había recibido cuando dije que quería conocer ese pequeño pueblo olvidado en el mapa de Colombia. “Allá no hay nada”, “Mejor no vayas, allá hay guerrilla”, “Eso queda muy lejos, qué pereza”, “Por allá es peligroso”, “Mejor vamos el otro fin de semana y madrugamos” y a pesar de esos comentarios, mi idea de conocer este lugar con el que tengo varias cosas en común, la principal es el Nombre, seguía más fuerte que nunca.

Según colombiaturismoweb, en lengua Chibcha, la palabra Sue, evoca al Sol y la palabra Chía, evoca a la luna. De allí viene los orígenes del nombre del municipio, Socha entonces significa “Tierra del Sol y la Luna”. Fue habitada por los Bravos Nativos: Los Pirguas y Los Boches. Fue fundada el 22 de octubre de 1540.

El 2 de julio de 1819 (aquí esta la otra coincidencia con este lugar, yo nací el un 2 de julio) llegó a Socha el Ejército Libertador cruzando el páramo Pisba, cerca a donde se ubicaba el pueblo. Los campesinos llevaban ropa y comida para los soldados de Bolívar que estaban muy mal física y anímicamente. Por esta razón, Socha es reconocida como: “Tierra de la Buena Luna” o “Villa Nodriza de la Libertad”.

En 1870, debido a los deslizamientos presentados en el sector de Socha, el centro urbano es trasladado al sector de Laguna Seca y es ahí, el lugar que yo iba a visitar, después de parar en Briceño y esperar 20 minutos a que se subieran dos pasajeros. La siguiente parada fue en Villa Pinzón, quince minutos, luego llegamos a Tunja y entramos al terminal, de ahí salimos a las 2:11 p.m. Yo pensaba que ni siquiera cumpliría el tiempo que me decía Google Maps a esas alturas. Finalmente estuvimos en el terminal de Paipa, donde subieron más personas con la esperanza de que nos llevara a todos a Duitama muy rápido.

Los paisajes de Boyacá son hermosos, no me cansaba de ver ese verde profundo y sus carreteras amplias y sin tantos huecos. La cotidianidad de la gente del campo y esa rutina, que solo la da, un jueves en la tarde. En el bus, hombres con sus morrales embelesados en su celular. Una mujer le contaba a su mamá por celular, que debía estar en Duitama esta noche y tenía en la mañana una cita en Paipa  porque le había salido un brote hace dos días a su hija y ya estaban preocupados. Luego el silencio. Después la música de algún celular con vallenatos viejos. En las paradas aproveché a leer, porque mientras recorría la carretera de Boyacá, prefería deleitarme con sus colores, con esas escenas fugaces que me regalaban a través de mi ventana.

Al llegar a Duitama, agradecí al conductor antes de bajar. Me encontré con un terminal limpio, de frente habían negocios que vendían comida y unas sillas para esperar. Caminé rápido, tratando de ubicarme sin preguntar. Vi un baño disponible y pagué $1.300 para entrar. Luego, vi las ventanillas con nombres de empresas de transportes, avisos grandes de los lugares a los que podíamos ir. Vi un aviso negro que decía: Socha, grande en una ventanilla, pero habían personas haciendo fila, así que decidí ir hasta el fondo y ver si había otra empresa que ofreciera llevarme a mi destino. Pregunté a una amable señora y me dijo que ya había salido el conductor que me dejaba cerca, así que me recomendó ir a la ventanilla que había dejado atrás. No quise detenerme más, debía llegar lo antes posible. Una señora con canas, me dijo que ya estaba por salir la van que me llevaría. Muy contenta pagué $12.000 y a las 3:27 p.m. después de esperar que se llenaran los siete puestos, arrancó la pequeña camioneta a Socha.

Antes de comenzar mi viaje, busqué en Internet páginas que me contaran qué debía visitar en Socha y con frustración me di cuenta que no hay mucho que mostrar del lugar. La página de la Alcaldía ni siquiera esta actualizada. No hay fotografías que motiven al turista a realizar el recorrido hasta allá. Y aunque, esto le daba la razón a más de uno que le dije que iría, seguía la terquedad en mi cabeza: Tiene que visitar ese lugar.

Durante mi niñez y mi juventud tuve que aguantar las bromas de la gente que me empezaba a conocer por mi apellido, les parecía gracioso y muchas veces tuve que corregir a mis profesores cuando me llamaban a lista y decían Diana Soacha, las risas de mis compañeras, solo hacían que mi cara se pusiera roja de la furia y con vergüenza les decía: Diana Socha profe, S – O – C – H -A, deletreaba con un tono molesto, pero con una sonrisa. Luego, decidí presentarme solo como Diana, sin el apellido, pero era inútil, algunas personas quieren saber a qué familia perteneces. En la universidad, supe que sería difícil, si lo era en mi entorno de solo mujeres, esperar de los hombres otra respuesta, era imposible, pero decidí enfrentar de nuevo las risas, las bromas, el cambio de palabras en el apellido, con valentía.

Creo que fue en la universidad o después, ya no lo tengo tan claro, que me contaron de la existencia del pueblito diminuto de Boyacá. Supe que había una laguna en Paipa llamada Sochagota, incluso, así saludaba una tía, hermana de mi mamá, a mi papá, cuando lo veía. A mi no me hacía gracia. Una vez, recuerdo que nos dijo, “llegó la familia Sochagota”, me enojé tanto que ese día no le hablé a mi tía.

Pero con los años me di cuenta que mi apellido hace parte de mi, es sonoro y fácil de recordar. Muchas personas me llaman Diana Socha, así, junto; claro que también están los que me dicen Socha o Sochita o Diani, y la verdad es que me siento cómoda ahora. Existirán sin duda los que hagan bromas, pero esto ya no me afecta. Le tomé cariño a mi apellido con el paso de los años y ese fue uno de los motivos de conocer ese pueblito, rendir un homenaje a esta palabra que es poco común.

Hace algunos años, alguien me dijo, que en Socha preparaban unas “repollas” deliciosas. Desde pequeña a mi me encantaba comer las “repollitas” después del almuerzo (tercera coincidencia con Socha) podía comprar una caja entera y comérmelas sola, pero no sabía que había nacido allí. Karen Estupiñan, en su canal de YouTube, le pregunta a algunos sochanos por qué le dicen a las repollas “las milagrosas” ellos aseguran que no solo los visitantes deben llevarse las repollas como recuerdo de su paso por Socha, sino que los habitantes acostumbran a llevarlas a todo lugar. Cuando regalan una repolla, es más fácil que les den el trabajo, la cita médica, conquistar a un amor, entre otros milagros. Según Karen, en el video, dice que “las repollas son una insignia gastronómica de Socha” desde hace más de cincuenta años y que la pionera de la receta de las repollas fue Rosa María García Hernández.

La carretera era angosta. Algunos tramos estaban en construcción, así que se demoraba el paso, tanto de subida como de bajada. Una montaña que parecía no agotarse. Vi una iglesia como perdida dentro del verde natural y luego un tren lleno de carbón. Minas exploradas a la derecha y a la izquierda. Y el pequeño carro seguía subiendo. Por fin, vi un aviso que decía Bienvenido a Socha y dije, alcancé a la luz de la tarde, pero pasaron unos minutos y todo fue ilusión.

Llegué a Socha a las 5:52 p.m. Estaba oscuro. Las luces del Parque Los Liberadores me decían que ya no podía hacer las fotos que había pensado, tenía poco tiempo para hablar con la gente. Hice un recorrido por los alrededores del parque. Comercios pequeños de comida, pero sobre todo de venta de cerveza. Hombres jóvenes y adultos, en grupo o solos, tomando cerveza en el anden o en las mesas ubicadas en los pequeños locales. Entré a una panadería, donde decía: Si hay repollas, intenté que me atendieran, esperé pacientemente unos minutos, pero no tuve respuesta de las dos mujeres que no me miraban y estaban concentradas en atender a las otras personas. Pensé, este no es el único lugar donde venden repollas, seguro encuentro otro, salí con mi objetivo de comprar algunas repollitas para llevarme como recuerdo de mi visita y me encontré con un lugar más pequeño y vacío. Pude hablar con la mujer joven que me atendió. Llevaba un uniforme café,  muy bien puesto y una sonrisa agradable que me motivó a preguntarle en dónde podía tomar mi transporte para regresar a Bogotá. Me dijo que ya era tarde, pero que era posible que en una hora llegara una flota de Duitama. Angustiada por salir antes de que se hiciera más tarde, guardé las repollas en mi bolso y fui a buscar el lugar donde se supone llegan los buses.

En la misma esquina, habían cuatro mujeres, todas venezolanas, hablando sobre el cuidado de los niños mientras trabajaban, se estaban quejando de la situación. Se me acercó un hombre con un tinto en la mano y me preguntó si quería ir a Duitama que él me llevaba. Me señaló su carro blanco y me dijo que ya salía y que me cobraba $12.000. Le dije que no. La desconfianza me ganó. Después de unos minutos llegó un bus grande y alcancé a leer el letrero que decía Duitama – Bogotá. Así que me fui corriendo hasta la otra esquina donde paró. Le pregunté al conductor y me dijo que no tenía puesto, me vio angustiada y sin necesidad de convencerme, propuso un puesto al lado del baño, mientras se bajaban los pasajeros en Duitama, sin pensarlo, acepté y le pagué $45.000. Fue terrible. La gente que estaba en el bus, parecía que llevaba horas de viaje, olía a sudor y popó de bebé. Conté cuatro niños de brazos, se turnaban para llorar. Soporté el puesto incómodo y el ruido de la gente que entraba al baño a vomitar. Paró en algún lugar del camino durante media hora, todos bajaron a comer y supongo a estirar las piernas. Después de una hora larga, llegó a Duitama y pude sentarme en una de las cómodas sillas hasta que me dejó en el puente del Centro Comercial Titan Plaza a las 12:00 de la media noche. Tomé un taxi que me cobró $7.000 por dejarme en cinco minutos frente a mi casa y me acosté agotada.

Al día siguiente me sentí frustrada por no llegar más temprano y conocer la vida de Socha en el día, pero después pensé en todo lo que había recorrido, en lo bien que me sentía por haber hecho este viaje sola, por cumplir con una visita a un municipio al que nadie le tenía fe. Volvería sin duda,  para conocer El Parque Nacional Natural Pisba, entrar a la iglesia y recorrer los diez barrios y las quince veredas que tiene el municipio capital de la provincia de Valderrama: Socha.

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